martes, 30 de marzo de 2010

DON RANA

Se mordía los labios por el frío, con un abrigo negro y un chaquetón debajo de lana de punto, el señor Salamanca, funcionario retirado de hacienda, se disponía a dar su paseo matinal hasta el parque de los álamos que había detrás de la orilla del río. Tenía que pasar por la acera que va al hospital y cruzar la calzada. Cuando lo hizo no reparó en un grupo de niños. Los niños le miraban con los ojos envueltos en un misterio, uno de ellos sostuvo entre sus manos una pelota de goma de color rojo y los demás dejaron de jugar. “Ahí viene” dijo uno de los muchachos y otro le contestó “Por ahí llega Don Rana” El señor Salamanca apretó el paso, hacía mucho frío, incluso para que unos chiquillos jugasen a la pelota en plena calle, por eso o por curiosidad el señor Salamanca se los quedó mirando con más interés de lo normal, no porque fueran un grupo de muchachos sólo, se los quedó mirando porque en ese momento los niños, el frío, la pelota de goma roja, encajaban con la calle y la mañana tan bien que todo era perfecto, hasta que uno de ellos habló, le miraba acercarse, estaría a veinte o treinta metros, le clavaba los ojos pero pensaba quue no podía oírle: “Don Rana” dijo...el resto de sus compañeros le miraron un instante, le miraron la boca que había dicho Don Rana y se quedaron mirándole un segundo más para ver si se movía y emitía un sonido cualquiera, en cambio de eso se rieron, un montón de niños con la cara gris y los músculos ateridos de frío se rieron porque de la boca de su compañero había salido un concepto que tendría que ser explicado por sí mismo o que se explicaba sencillamente a sí mismo: Don Rana. El señor Salamanca llegó muy cansado a la cama aquella noche, se hizo un ovillo al lado de su mujer y le hizo una confesión: “Virginia, nosotros hemos educado a nuestros hijos de una manera razonable. Es verdad que nunca les dejamos jugar con armas de juguete pero no han salido unos monstruos por eso. Sin embargo a los chicos de ahora no sé bien qué les pasa, es como si no tuvieran corazón” Su mujer guardó el silencio de una reina, sabía que su presencia bastaba para apaciguarle y habían pasado muchos años juntos como para que ella no supiera cuando debía contestar y cuando era mejor no hacerlo, sin embargo al día siguiente, mientras despedía a su marido para que se dedicara a su paseo matinal le aconsejó: “Si vuelves a cruzarte con los niños, no les hagas ningún caso” Don Rana palideció de vergüenza un instante, después se abotonó su abrigo negro, dio un beso a su esposa y salió a la calle. Esta vez la mañana era húmeda y por eso pensó que no vería a los niños, pero estaban allí. Eran cinco muchachos sucios, cinco muchachos callejeros de familias humildes pero no cinco raterillos criminales, no eran más que criaturas que habían crecido en casas donde había demasiados problemas, quizás hasta violencia y quizás falta de amor. Cuando le vieron dejaron de jugar y le gritaron: “Don Rana, buenos días” Casi era un saludo respetuoso o lo hubiera sido de no ser porque uno de los pequeños, demasiado pequeño incluso para tener diez u once años, emitiera un croar característico de los batracios que sin saber por qué al señor Salamanca le heló la sangre. El señor Salamanca cruzó la calle pero escuchó carcajadas a sus espaldas, risas infantiles pero crueles, risas de pequeños diablos de perfiles suaves y ceños fruncidos. El señor Salamanca no durmió bien aquella noche, a su alrededor sus sueños se llenaban de oscuros presagios, a sus setenta años se sentía como un ser humano diminuto y desvalido. “tienen razón” le dijo a su mujer mientras se afeitaba delante del espejo “soy una rana, soy como una ranita...” Su mujer le acarició su giantesca papada con cariño “Mi ranita” dijo. Era difícil que el señor Salamanca renunciase a su paseo matutino, así que esta vez acordó con su mujer que los niños no se reirían de él en absoluto, acordó que pondría los medios para que eso no sucediera. Sin saberlo, el señor Salamanca, había llenado de orgullo y fortaleza su rechoncho cuerpecillo, estaba henchido de valor, sabía como dominar la situación, no era una rana era un hombre, era un ser superpoderoso encumbrado en la cima de la creación que no se dejaría amedrentar por unos cuantos enanos despreciables, era el señor Salamanca, funcionario de hacienda retirado, padre ejemplar, esposo modélico, ciudadano impecable. Con una fuerte inspiración absorbió el aire gélido de la mañana, caminó con paso firme oteando el firmamento en espera de la inminente nevada, por un momento todo no sólo era normal era mejor de lo normal, era excepcional. “Don Rana, Don Rana, Don Rana” le gritaron los chicos, “Don Rana salúdenos” Sin saber por qué o porque el ser humano es imperfecto y estúpido muchas veces, el señor Salamanca levantó la mano levemente en forma de saludo. De inmediato una riada de croares le contestaron, los muchachos se divertían de lo lindo, se doblaban por los costados presas de una risa histérica y convulsa. El señor Salamanca se arrugó hasta convertirse en una sombra de lo que era, el alma se le colaba por los zapatos y besaba la acera congelada. Había perdido esa batalla, pero no la guerra. A la noche el señor Salamanca desdeñaba el torpor que le había hecho sentirse como un imbécil pero no se atrevía a decirle nada a su esposa, pensaba que ella lo consideraría como un signo de debilidad, una achaquez de sus años. Su mirada descendía húmedamente hasta la mirada de ella y ella, como si comprendiese, no había querido hacerle el menos comentario. El señor Salamanca había decidido ser tan insensible con los muchachos que tuvo miedo “Si no me controló” pensó “esto puede acabar en tragedia” Se durmió aquella noche sin estremecimientos, demasiado tranquilo.


A la mañana siguiente se le ocurrió algo original: llevaría puesto un gorro ancho de caza de color verde con una pluma de faisán, de esa manera los chiquillos le cogerían simpatía y se meterían con otro. Su mujer no pudo reprimir una carcajada al verle partir, aunque admitió que había que tener el corazón como una piedra para burlarse de un hombre que demostraba tanta fantasía. Le dio un beso y una palmadita en la espalda y el señor Salamanca salió una calle luminosa y blanca, recién nevada. Por un momento se detuvo, estudiaba los rostros de las personas que pasaban al lado suyo, nadie reparaba en él excepto él mismo. Paseó muy despacio, le latía el corazón con fuerza. Se dio cuenta de que la gente estaba preocupada, caminaba ensimismada en sus propios pensamientos como si con aquello se guareciesen más del frío. La gente le pareció toda una gran masa gris y triste que se deslizaba por la calle sin esperanza y sin alegría. Tomó conciencia de las personas como individualidades sin brillo y sin energía. Los ciudadanos acudían a sus compras o a sus trabajos mecánicamente, en sus miradas había derrota y en sus andares falta de entusiasmo. Sólo él parecía tener un objetivo, sólo su vida parecía tener sentido y dirección. El señor Salamanca se observó en el retrovisor de una gran camioneta blanca, la nieve caía sobre su gorro, sobre sus ojos saltones, sobre su gigantesca papada, pero su piel brillaba como la piel de un bebé, su cara estaba luminosa y radiante. Empezó a compadecerse de sus paisanos porque pensaba que para ellos la vida era un carga mientras la suya le parecía un valioso regalo. Sus pasos sonaban en la nieve haciendo huellas con sus zapatos, era un sonido perfecto de nieve crujiendo bajo los pies. Podía sentir como un débil viento agitaba su pluma de faisán y de repente se sintió feliz, una gran sonrisa se dibujaba en su cara, caminaba como estrenando un cuerpo rejuvenecido, una oleada de optimismo le llenó y una segunda oleada le colmaba hasta la siguiente oleada, vibraba de puro amor y en ese estado se mantuvo hasta que divisó el parque de los niños. Entonces aceleró el paso, los muchachos vieron una pluma agitarse entre la nieve, detuvieron sus juegos, detuvieron sus voces, el mundo entero se detuvo. “Es Don Rana” gritó uno...”Es Don Rana con su sombrero de...Rana” dijo otro y el señor Salamanca que no dejaba de sonreír y de marchar hacia los niños con los ojos que parecían salirse de sus órbitas. “Don Rana...Don Rana...” Los niños se acercaron a él y le hicieron un corro, la gente sonreía divertida a su alrededor, el señor Salamanca salió del parquecillo y se dispuso a cruzar la calzada, pero los niños le seguían, el señor salamanca caminó todo lo deprisa que pudo y la chiquillería tuvo que correr con sus piernecillas para no perderlo, casi podrían tocarle el sombrero, el señor Salamanca empezó a mover los brazos como si desfilara en un extraño ejército sin perder la sonrisa y los muchachos estallaban a carcajada limpia ante el regocijo de los viandantes que disfrutaban de todo aquello como si ellos también fueran niños y el señor Salamanca se dio cuenta de cómo se sentía en aquellos momentos, se sentía como un niño más y eso le llenaba de alegría, de una alegría intensa que se desbordaba con las oleadas de la vibración de su cuerpo... “Don Rana...Don Rana...” Los gritos de los niños ya eran alaridos de satisfacción, lo llenaban todo, rebotaban en los copos de nieve de una manera mágica, alfombraban la calle como un manto de alegría que se superponía al manto blanco natural, sus piececillos hacían crujir la nieve y ya parecían marchar todos juntos entre voces y gritos cuando otro grupo de niños que se encontraba cerca de un colegio se desligó de las manos aferradoras de sus progenitores y se unió al extraño cortejo. El señor Salamanca llevaba tras de sí a más de veinte niños que se reían y le nombraban, a una prudente distancia un grupo de adultos divertidos, simples curiosos o padres de la criaturas colegiales, le seguían pacientemente. Quién sabe cuánto tiempo duro aquello, fueron minutos interminables, quizá una hora, de la más pura felicidad. El señor Salamanca llegó a reírse como jamás lo había hecho, llegó a reírse con risa de niño y hasta el plexo solar le vibraba de satisfacción, los adultos también se divirtieron de lo lindo pero el señor Salamanca había encontrado un maravilloso estímulo para su vida y todo el mundo aquella mañana magnífica también lo había hecho. El solo brillaba sobre la nieve haciendo que todo fuera más luminoso de lo normal y esa luminosidad no sólo provenía del sol sino del bueno del señor Salamanca y su divertido gorro verde. Cuando llegó a su casa se río mucho con su mujer y se lo contó todo y también le contó lo bien que se sentía y cómo había logrado que los niños se sintieran mucho mejor y que incluso un grupo de padres y de curiosos les seguían maravillados y fascinados, gastando bromas entre sí y divirtiéndose mucho. El señor Salamanca dio un gran suspiro de satisfacción antes de dormirse que se pudo escuchar en toda la casa, su esposa no recordaba haberle visto nunca tan feliz y tan amable. A la mañana siguiente el señor Salamanca salió por la puerta con su gorro de caza y un impecable traje de un brillante color verde.

Jose Angel Pizarro.

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