jueves, 9 de septiembre de 2010

CINCUENTA Y UN ESCALONES

Uno, dos, tres, cuatro escalones. Cinco, seis, siete los voy contando.




Ocho nueve diez… se había convertido en un ritual diario para mí.


Cada vez que subía a casa contaba los escalones que me separaban de la calle.


Lo hice durante años.


Únicamente cuando subía.


Y había cincuenta y uno.


Cincuenta y un escalones.


Hasta que algo extraño sucedió una noche. Como siempre, subí. Como siempre, conté. En lugar de los consabido cincuenta y uno, resultaron ser cincuenta y dos. Inmediatamente, pensé que me había equivocado en mi cálculo rutinario, ¿qué otra cosa podía pensar?


Pero, al día siguiente, cuando regresaba de trabajar, me salieron cincuenta y tres.


Desconcertada, bajé corriendo.


Nerviosa.


Y volví a subir.


Muy despacito.


Contando.


Y ya eran cincuenta y cuatro.


No podía dar crédito a semejante disparate.


Así que repetí la operación.


Bajar.


Subir.


Contar.


Pero cada vez que subía me encontraba con un escalón más.


El resultado final fue que pasé de vivir en un tercero a vivir en un cuarto.


Tuve que parar si no quería acabar convirtiendo mi edificio en un rascacielos.


Un rascacielos sin ascensor.


Me costó mucho, muchísimo, acostumbrarme a dejar de contar.








Elena.

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