viernes, 24 de diciembre de 2010

El corazón delator.

 ¡Es cierto! Siempre he sido nervioso; muy nervioso, tremendamente nervioso. Y aún lo soy. Pero con la enfermedad, mis sentidos se agudizaron. Y mi oído era el más agudo de todos. Oigo todo lo que hay que oír en el cielo y en la tierra. Entonces… ¿cómo puedo estar loco? Escuchen con qué cordura, con qué calma les puedo contar toda la historia.

No sé cómo me vino la idea a la cabeza. No había ningún motivo. Yo quería al viejo. Nunca había sido injusto conmigo. Jamás me insultó. Yo no deseaba su dinero. ¡Creo que fue su ojo! Sí, eso fue. Tenía un ojo de buitre, un ojo azul pálido recubierto de una telilla. Cada vez que ese ojo caí sobre mí me helaba la sangre. Y así, paso a paso, decidí matar al viejo y librarme para siempre de aquel ojo.

Ustedes suponen que estoy loco, pero los locos no saben nada… ¡Y tendrían que haberme visto con qué disimulo, con qué precaución, con qué previsión realicé mi trabajo! Nunca estuve tan amable con el viejo como durante toda la semana anterior a matarlo. Cada noche, hacia las doce, abría con suavidad el picaporte de su puerta y entonces introducía una linterna totalmente cerrada para que no se filtrara ni un rayo de luz. Luego, metía mi cabeza, muy…, muy despacio para no perturbar el sueño del viejo. Me llevaba una hora introducir toda la cabeza por la abertura para poder verlo tumbado en su cama. Y cuando ya la tenía toda dentro del cuarto iba abriendo la linterna con mucha cautela, ¡oh, sí! muy, muy cautelosamente porque las bisagras chirriaban, hasta que un rayo de luz caí sobre su ojo de buitre. Pero durante los siete días siempre encontré el ojo cerrado y no pude hacer mi trabajo, porque no era el viejo el que exasperaba, sino su Mal de Ojo. Y después cada mañana cariñosamente le preguntaba cómo había pasado la noche.
En la octava noche, tenía ya la cabeza dentro y estaba a punto de abrir la linterna, cuando mi dedo resbaló sobre el cierre de hojalata y el viejo se incorporó gritando: ¿Quién anda ahí?
Me mantuve completamente quieto y sin decir palabra. No moví un músculo y en todo ese tiempo no le oí volver a acostarse. Sentado en la cama escuchando.
Al poco rato oí un débil gemido y supe que era el gemido del terror a la muerte. Cuando hube esperado un largo rato, decidí abrir una rendija pequeña, muy pequeña, en la linterna y un débil rayo de luz dio de lleno en el ojo de buitre. Llegó a mis oídos un sonido rápido, monótono y ahogado. Era el latir del corazón del viejo. A cada instante era más y más rápido y más y más fuerte. Pensé que su corazón tendría que estallar. ¡Pero el latido resonaba más y más! ¡Algún vecino podría oírlo! ¡La hora del viejo había llegado! Así que con un fuerte alarido abrí de par en par la linterna y de un brinco entré en la habitación. Él dio un solo grito… sólo uno. Lo arrastré al suelo y volqué el catre sobre él. Su corazón dejó de latir. El viejo había muerto. No había ningún latido. Estaba totalmente muerto. Su ojo no volvería a molestarme.
La noche iba pasando y yo trabajaba apresuradamente, sin ruido. Lo descuarticé, quité tres tablas del entarimado de la habitación y lo deposité todo allí. Luego, volví a colocar las tablas tan hábilmente que ningún ojo humano, incluso el suyo, podría haber encontrado algo anormal. No había ninguna gota de sangre. Todo lo recogí en un cubo.
A la cuatro, llegaron tres policías alertados por un grito que había oído un vecino. Sonreí… ¿qué tenía que temer? Les explique que el grito lo había dado yo en sueños. Les dije que el viejo estaba en el campo. Recorrí con ellos toda la casa y les rogué que registraran, que registraran bien. Les conduje a su habitación, les llevé sillas y les rogué que descansaran allí de las molestias que se habían tomado. Yo coloqué mi silla sobre el lugar exacto en el que descansaba el cadáver de m víctima.
Yo me encontraba a gusto. Ellos estaban satisfechos y convencidos con mis explicaciones. Charlaban y yo contestaba animosamente. Pero empecé a sentir que empalidecía, me dolía la cabeza y sentía un zumbido en los oídos. Pero ellos continuaban charlando y sentados. Yo charlaba mucho para librarme de aquel zumbido, cada vez más intenso. Era un sonido rápido, monótono y ahogado. Respiraba jadeante y los agentes seguían sin oír nada. Hablé más deprisa, y a pesar de todo, el ruido aumentaba. ¡Oh, Dios! ¿por qué no se irían? Desvariaba, juraba… Hice girar la silla y la arrastré por el suelo arañando las tablas. ¡Pero el ruido se hizo más y más fuerte! Y sin embargo, los hombres hablaban y sonreían. ¿Sería posible que no oyeran nada? ¡No, no! ¡Oían y sospechaban y sabían! ¡Se estaban burlando de mi terror! ¡No pude soportar más sus sonrisas hipócritas! ¡Tenía que gritar!
-¡Basta ya de fingir, canallas! ¡No disimulen más! ¡Confieso que lo maté! ¡Arranquen esos tablones! ¡Ahí... ahí! ¡Donde está latiendo su horrible corazón! 



Edgar Allan Poe.

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