martes, 16 de marzo de 2010

El amargo sabor de la Libertad.

I

Érase una vez, un pequeño ser que al andar dejaba rastros de su trastorno en su camino, nadie conocía su nombre. Pero todos sabían que por allí había pasado.

El paisaje a su camino era desolado, los pájaros ya no cantaban, sino que se acurrucaban en torno a la muerte, los animales retozaban en los prados en busca de mejores verdes, o en ausencia de hambre o búsqueda del sueño perpetuo. Todo parecía extraño, raro, diferente, pero a la vez los lugareños se miraban y solo veían incertidumbre en las caras de sus vecinos.

Con estos problemas, el señor hizo llamar a sus ayudantes para que fueran a buscar a los hombres más importantes del lugar.

Una vez reunidos en el salón de su mansión, los ayudantes del gran señor conversaban alborotados sobre la desgragia que asolaba a la ciudad y alrededores. En ese momento las grandes puertas del salón se abrieron y el señor se adentro dando grandes zancadas.

Todo se convirtió en silencio, y al llegar a la mesa se dirigió a su ayudante de cámara preguntándole:

­- Han llegado todos.

­- Si señor, respondió el ayudante de cámara.
Se alzo de su sitio, y con la mirada templada se dirigió a su audiencia como si de unos hombres menores se tratara.

­ - Señorías, les he hecho llamar ante un problema acuciante que pone en peligro, ya no solo a nuestros súbditos, sino ante todo, nuestra posición.

Empezó a ir dando vueltas por el salón, mientras mantenía su mirada inquisitiva sobre los ojos escondidos en las angostas cuevas de sus contertulios. Mientras iba dando vueltas alrededor de la mesa, seguía diciendo:

­- Ante todo quiero hacerles llegar mi intención de acabar con este problema lo antes posible. Y por eso antes de tomar una determinación, creo necesario contar con su opinión.

La audiencia le miraba con prudencia, pero a la vez con ansias contenidas, nunca Don Rodrigo pidió opiniones a nadie. Durante un rato, los displicentes contertulios no se había dado cuenta que ya no eran solo audiencia, sino que también les tocaba opinar.

Pasaron los minutos y nadie se atrevía a dar el primer paso, no fuera a equivocarse y ser pasado a cuchillo por la afilada lengua de Don Rodrigo.

Ante esta pasividad, Don Rodrigo tomo el protagonismo, y como audaz hablador fue preguntando a sus contertulios:



­- Señor Doctor, quisiera preguntarle el por que de la muerte de tantos animales en los últimos días.

El doctor algo preocupado por la limpieza de sus bifocales, interiorizaba su respuesta, hasta que respondió.

­- Pues creo sinceramente, que después de las pruebas que he realizado, todos han muerto de muerte natural.

La sala entro en un acalorado murmullo, mientras Don Rodrigo se mantenía firme en su posición, resaltando en su cara una leve preocupación ante la respuesta del Doctor. Una vez que el murmullo se iba jaleando, dirigió su mirada a su audiencia, y los murmullos se fueron acallando. Cuando se hizo el silencio, Don Rodrigo prosiguió.

-­ Según usted me dice, que 530 reses, 100 caballos, 90 ovejas, 200 gallinas, además de innumerables animales de campo ¿Han sido muertos todos de muerte natural?

-­ Según mis estudios, esa es la única respuesta factible que puedo darle, respondió el Doctor mientras seguía limpiando sus bifocales.

El silencio había llegado de improviso, toda la sala se mantuvo en silencio durante unos segundos, mientras todos buscaban respuestas en el reflejo de las caras de los demás. En ese momento, uno de ellos levanto la mano, y Don Rodrigo que miraba en ese momento por la ventana, alzo su voz.

­- Si, Señor profesor ilústrenos con sus conocimientos.

­- Gracias Don Rodrigo, comento el profesor. Yo he estado buscando en los libros antiguos sobre anteriores situaciones en la historia parecidas a estas. Y las únicas que he encontrado son las que vienen recogidas en los libros antiguos de nuestra comunidad. En ellos viene recogido que con anterioridad a nuestra era ocurrieron hechos parecidos con enfermedades que afectaron a grandes masas de poblaciones y que se manifestaron de manera parecida, como fue la muerte de animales con anterioridad a la de las poblaciones que vinieron después.

­- Entonces, esto lo que nos indica, es que la mayoría de nosotros estamos en peligro, respondió Don Rodrigo.

-­ Según los libros que podido ir revisando ese seria el parecer, respondió el profesor.

­- Bueno, por lo menos tenemos en principio una explicación, siguió elucubrando Don Rodrigo. Pero a nosotros lo que nos interesa es una solución.

­ - ¿Quién nos podría ayudar en ese sentido?, pregunto Don Rodrigo.

En ese momento, el Señor Abad levanto la mano, y ante la mirada distante de Don Rodrigo, comenzó su alegato.

-­ Creo ante todo, Señor Don Rodrigo, que si nos basamos en lo dicho por el señor profesor, deberíamos centrarnos en huir de aquí y buscar las grandes ciudades como centro donde resguardarnos de la maldad de las enfermedades.

-­ Claro, Claro, y según usted, quien debería quedarse aquí para guardar nuestra posición.

­- Como dice señor…

­- ¿Que quien debería quedarse para guardar nuestra posición?, usted quizás.

­- No señor Abad, prosiguió Don Rodrigo, no podemos irnos a nos ser que lo que nos ha comentado el señor profesor sea totalmente cierto. Pero, y si no fuera así, y si tan solo es una enfermedad que afecte solo a los animales….Podemos irnos, perdiendo así nuestra posición….dígame usted, quien recogerá el grano, a quien pagaran los campesinos sus diezmos, sino estamos, si esto es temporal….usted.

­- Es mas, quien fustigara a los animales para el cultivo sino hay campesinos…., persistió Don Rodrigo.

­- Pero si no hay animales, respondió el Abad.

­ - Pues los compraremos………grito desaforadamente Don Rodrigo.




To be continued...


K.T.E

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